Plaza de toros de Las Ventas.
Madrid, 19 de mayo de 2013
Undécimo festejo de la feria de San Isidro.
Undécimo festejo de la feria de San Isidro.
Juan Bautista, Juan del Álamo y Diego
Silveti con cinco toros de Fermín Bohórquez y uno de Carmen Segovia
El patio de mi casa es particular
Por Paz Domingo
“El
patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja como los demás…”,
se cantaba jugando al corro. Pero no
todos los patios son iguales, ni todos se mojan con justicia equitativa. Por
ejemplo, en pleno Madrid, en Las Ventas del Espíritu Santo, allá por la calle Alcalá,
entre el Parque de las Avenidas y la Fuente del Berro, dentro del barrio de
Salamanca. Pues sucede que cuando el patio de la plaza de toros de Las Ventas
se moja empieza a rezumar unos arrebatos de tirar la casa por la ventana que
envuelven frenéticamente a quienes se encuentren en su abrigo protector. Si ha
llovido estos días pasados, no significaba nada comparado con la granizada caída
ayer sobre tantas cabecitas locas en este primaveral ciclo taurino y pasó que a
casi todos los presentes les afectó más de la cuenta la chifladura. Se pusieron
a pedir orejas al presidente y casi terminan con todos los apéndices de los
astados.
Es cierto que en todos mis recuerdos
en los patios taurómacos no había visto nada igual. He visto nieve. He visto
llover a mares. He visto vendavales como ciclones. He visto solaneras
devastadoras. Pero, nunca había comprobado lo que es capaz de hacer un pedrisco
cuando cae a plomo. Se puede entender que quienes reciben el bombardeo sin
piedad queden consternados en tiempo transitorio, pero no se explica que el
presidente y demás asesores queden afectados pues están bien asegurados en el
palco. Trinidad López-Pastor se conmovió de los apuros que estaban pasando los
asistentes pero poco hizo por parar, o suspender, el festejo cuando el ruedo ya
era una apuesta peligrosísima y los tres matadores habían decidido seguir.
En estos casos quien tiene la última
palabra es el presidente. Nada ni nadie puede comprometer su decisión. Si
sucede la catarsis meteorológica una vez que el toro esté en el ruedo, o iniciada
la faena, nada se puede hacer salvo dar lidia y orden, como se pueda, con todas
las precauciones del oficio. Y después se toman las medidas cautelares, si
proceden. Y ayer sí procedían, porque el ruedo anegado de granizo era lo
suficientemente peligroso como para haber actuado en consecuencia.
En vez de esto, al final de la faena
entregadísima del mexicano Silveti al tercer animal sosainas que tenía por
oponente bovino, en medio de los finos proyectiles disparados por el cielo con
furia, frío y truenos, el público quería una oreja. Trinidad, generoso, se la
dio. ¡Toma guate, que la disfrutes! Pues quizá para mí haya otra, debió pensar
el director de lidia, Juan Bautista, porque ni corto ni perezoso se tiró a la
piscina a nadar un rato. En su primera actuación no había dado ni un pase a
otro insulso animal y hay que reconocerle que tampoco pisó el sitio bueno ni
una sola vez como tampoco parece que tenga intención de hacerlo algún día.
El remiendo de la corrida saldría en
cuarto lugar. Bien lo sabía el diestro francés que no quería dejarse en los
chiqueros la suerte de las suertes: un toro de Carmen Segovia, y así poder
realizar otra proeza de las suyas que consiste en aparecer en las estadísticas
triunfadoras de los ciclos madrileños sin haber hecho nada destacable que lo acredite.
Mientras el público de los tendidos andaba calado hasta los huesos por los
pasillos interiores de la plaza, el ruedo estaba anegado y el cielo descansaba,
Juan Bautista le daba soberbios mantazos repetidos a un animal de nobleza
extraordinaria que ante tan escasa sabiduría y dominio se toreó a sí mismo. ¡Hay
que tener suerte hasta para ser toro! ¡Hay que tener suerte hasta para ser aficionado!
Va y sale un toro -cuando ya únicamente se reiteran en el ruedo postizas
morfologías bovinas- y pilla a los interesados con el paso cambiado, lo justo
para perderse la epopeya. Le regaló
también el presidente el apéndice pues dentro de su ecuanimidad no podía
manifestar sus preferencias entre el hijo mayor y el pequeño.
En el segundo animal -con las
hechuras y las entendederas bravas, muy por debajo de lo que sería aceptable- sobresalió
un torero salmantino, Juan del Álamo, con las facultades indicadas para ser un
torero de importancia. Desplegó capote y nos dejó con el corazón abierto; se
ponía a citar de frente y nos recordaba faenas memorables; hacía galleos por
chicuelinas con el barro rozando los tobillos con tanto sabor que se intuye
arte del bueno; y dio naturales con una buena colocación aunque fallara la
profundidad en parte debida a la escasa ambición del cornúpeto. También hubo un
regalo para Del Álamo en su actuación al quinto de la tarde, en la cual reiteró
su buen capote, su buen gusto y su buena técnica. El papá presidente ya no le podía
negar el trofeo al más torero de sus tres hijos. Y todos en paz.
Bueno, quizá todos no. A algunos aficionados
les revientan los regalitos auriculares que se prodigan en tardes de granizo. A
otros, que les tomen por tontos con tanta estadística mercantilista. A los más,
pillar un resfriado que les dure hasta octubre. Incluso, los hay recios, de los
que si ven a los que van diciendo por ahí que los toros del hierro de Bohórquez
salieron la mar de bien, pues les sueltan dos frescas.
Increíble la nobleza y recorrido del de Carmen Segovia por el izquierdo, y, oye, lo que son las cosas, nos descubre que Bautista no sabe torear. Es vedad que no echó la pata atrás con tanto ahínco como sus colegas de escalafón, pero fue incapaz de exprimir ese pitón de gloria eterna que poseía el toro. Cést la vie.
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