lunes, 7 de octubre de 2013

Crónica. Cuarto festejo de la Feria de Otoño



Cuarto festejo de la Feria de Otoño. Madrid. Plaza de toros de Las Ventas, 6 de octubre de 2013. Toros de Adolfo Martín para Antonio Ferrera, Javier Castaño e Iván Fandiño


Mudanza

Por Paz Domingo
Es tiempo de mudanza. El letargo se presenta y da paso al sosiego de las crónicas antiguas. Un momento para echar la vista atrás, visto lo visto. Lo que aconteció en el día de máxima expectación con la decepcionante corrida de Adolfo Martín y con la insegura actuación de los diestros de mayor cartel para los aficionados invita a la reflexión porque el agotamiento toca fondo. No es suficiente comprobar que existen voluntariedades, además se hace imprescindible que los resultados se impongan. Hay que constatar, de una vez por todas, que se toman medidas para reconducir la decadente fiesta de los toros en una posibilidad.
No puede caer toda la responsabilidad ganadera por la decrepitud de la cabaña brava en una sola ganadería. Tampoco, la exigencia máxima a los toreros, que por su momento y condiciones, pueden aportar verdad en este simulacro en que se ha convertido el toreo. Pero, lo cierto, es que cerramos la temporada en la primera plaza del planeta de los toros con el único balance contundente de la interpretación al natural de El Cid y la actuación de la cuadrilla de Javier Castaño por extraordinaria y profesional. (¡Que se dice pronto!) Mientras, nos hundimos más en un espectáculo agotado; sorteamos amenazas de tapaderas muy lucrativas para algunos; se intenta argumentar parlamentariamente que hay que blindar la fiesta; pagamos más por estos espectáculos deprimentes y simuladores; la integridad ha pasado a ser historia; las entrañas bravas y auténticas se han manipulado hasta la imposibilidad; y nos divorciamos de la opinión pública taurina y oficial que va por el lado que nada tiene que decir, ni plaza que llenar. Las preguntas son obvias: ¿Cuál es mi interés en todo esto? ¿Quiero seguir alimentando esta parodia a costa de mi afición? ¿No hay nadie –divino, terrestre o marciano- que reconduzca con verdad la fiesta? ¿No es el momento de la consideración?
Y poniendo la vista en lo pasado, lo cierto es que nos quedamos fríos en la tarde de máxima expectación en esta feria otoñal. Los toros de la vieja estirpe de los albaserradas salieron de presentación desordenada, algunos flojos, casi todos distraídos y los más convertidos en piezas de cemento e imposibles de movilidad, escasos de casta y tan mansos que hasta barbeaban las tablas. De esta apatía en resultados se contagió casi todo el mundo. Antonio Ferrera abría plaza y tuvo varias oportunidades claras con los dos animales que le tocaron en suerte. El primero fue el animal de mayor carácter de todos sus primos hermanos, miembros de las varias camadas presentadas, y algunos próximos a cumplir seis años aunque no lo parecían, pero se fue inédito porque Ferrera lo escondió todo lo que pudo con su insistente terapia de punteo de la muleta, de cambiar los terrenos para que el animal apretara hacia dentro, de levantar el testuz en vez de corregir abajo. Y así convenció porque el público triunfalista -que ayer terminó por llenar los tendidos- creyó en la parafernalia, le aplaudió y quedó preparado para aplaudir el circo que tendría lugar con el toro que hacía cuarto en orden de lidia, por cierto, que también sirvió para la muleta, el único que empujó algo bajo los petos. Lo bonito que hizo Ferrera fue recoger al toro sin intermediar pausa el distraimiento del animal a la salida del caballo. Muy atento, a la antigua, es cierto. Pero lo que se dice torear, no dio ni un pase bueno. Ni con la ejecución en banderillas, todas al retorcimiento y al desahogo; ni con el misterioso trance de poner el capote a modo de carpa en los medios que no sirve para nada salvo para darse mucho pote; ni con la muleta siempre retrasada, muy ventajista, jugando al péndulo y al escondite; ni cuando mató, después de pinchar, en un reventón que expuso como si fuera Lagartijo que hiciera rodar al toro en doble vuelta de campana; ni cuando le dio por el símil de los viejos diestros de antaño que se sentaban en el estribo y tan campantes esperaran que se les izara al cielo. Algunos tomaron el circo como si su vida dependiera de esta comedia y, ayudados por el presidente Julio Martínez, le dieron cancha al espabilado diestro con el regalo de una oreja. Otros, protestaron, entre otras cosas porque procedía sobreponerse al escándalo y la irresponsabilidad de estos actos que tanto perjudican a todos. Ferrera lo que debía haber hecho era torear, que tuvo ocasión y no lo hizo. La aberración de las aberraciones las comete cuando le da por correr para atrás parando al toro con la mano entre los pitones -creyéndose Julio Cesar conteniendo al senado romano- en el acto más humillante y absurdo que pueda exhibir cualquiera que quiera llamarse torero, además de demostrarlo.  
Javier Castaño está literalmente agotado. Dio muestras de indefensión, de una lucha descomunal contra sus ya debilitadas fuerzas –los toros le han castigado mucho este año- y contra el poderío del estamento taurino que le ha baqueteado cuando ha podido sencillamente porque aportaba a este decaimiento una cuadrilla tan formidable, tan profesional y tan torera que se ha hecho merecedora del reconocimiento de los aficionados. Pasó muchísimos apuros este hombre sobre todo a la hora de matar, hasta el punto que fue incapaz de dejar el estoque en sucesivos intentos sin fuerza, tino y concentración. Recurrió al descabello cuando la imposibilidad quedó certificada después de sus honradas actuaciones con dos pedruscos considerables. Este es el colofón a un año muy interesante porque este torero ha demostrado dos cosas indispensables de las que debería aprender todo el escalafón al completo: ha formado un equipo extraordinario, compacto, serio, profesional y mágico, y lo ha hecho con honradez. Si esto no es fabuloso, que venga Dios y lo firme.
La feria pasó sin el protagonismo de Fandiño. E Iván Fandiño anduvo ayer de paso. Se esmeró, desesperó y perdió los nervios y el tino de la suerte suprema con un animal muy corto de embestida que no humilló nada. Después, dejó pasar de largo a otro insulso toro para dejar unos borrones considerables con la espada. Porque era Fandiño, estaba ya a punto de anochecer y teníamos ganas de salir corriendo del espanto, que si no daban ganas de colocar puntilla y sanseacabó.  

domingo, 6 de octubre de 2013

Crónica. Tercer festejo de la Feria de Otoño 2013

Tercer festejo de la Feria de Otoño. Madrid. Plaza de toros de Las Ventas, 5 de octubre de 2013. Toros de El Puerto de San Lorenzo y La Ventana del Puerto (ambos hierros del mismo ganadero) para Alberto Aguilar, Joselito Adame y Jiménez Fortes.

Cocinar al microondas

Por Paz Domingo
La crianza del toro bravo es una incógnita. Los ganaderos están dándose mucha prisa para adaptar la genética propia a los usos modernos que se supone exigen los tiempos contemporáneos. Han cogido la cocina mediterránea, la han reconstruido y la exportan con toda la parafernalia de la atractiva cocina rápida. Este criterio culinario se impone porque las necesidades de la sociedad actual radican la escasez de tiempo. Por tanto, el puchero y la cocción lenta pasan a la arcaica historia para dejar paso a la practicidad del horno microondas y el calentón inmediato. Los efectos son también parejos porque, aun no tenido un paladar exquisito, casi todos tenemos abuela y sabemos de las contundencias de la sabiduría que mezcla y la paciencia que cuece.   
El prototipo de toro de lidia que abunda en gran parte de las dehesas está ya reconstruido y de paso se ha estandarizado en marca de los novedosos tiempos. Lo han llamado manso encastado y todos están muy satisfechos con la denominación. Salen intratables al ruedo, abantos, flojos de extremidades, bobos incondicionales, irascibles al trato para trastocarse en seres entregadísimos a tundas repetidoras sin final. Y aquí radica la confusión de los gustos. Un ejemplo pudiera ser los distintivos que atesoraban los atanasios de aquellos guisos de lumbre, ásperos y sólidos, y a los que pertenecían los toros de esta ganadería salmantina. La diferencia entre aquellos y los de ayer bien pudiera estar en el calentón del horno expeditivo porque al plato le faltaban los ingredientes propios como el desafío, la fuerza, la personalidad, la fijeza, la severidad, la credibilidad para ser dominados.
Resultó una mezcla bien presentada pero cuando se le hincaba el diente daba la impresión que el chef había dado al solomillo varias vueltas a la intemperie abrasadora de la inmediatez. Los toros servían para la muleta, que era de lo que se trataba, con esa movilidad que vuelve locos a los pilotos de carreras pero como estaban crudos de varas, faltos de control de lidia, ayunos de temperatura sosegada pues acabaron siendo los protagonistas de la deconstrucción. Mientras, los matadores de la tarde conseguían a duras penas hacerse con el control de la situación y eso que no tenían más que fiscalizar bien los terrenos, poner el trapo en su sitio, templar la crudeza y aderezar con especias al gusto. Se empeñaron todos en las mismas contradicciones y que se fundamentaban en comenzar las faenas con exuberantes ayudados por alto, en acompañar las embestidas a toda prisa volando la muleta por encima de los pitones, en desorientar a los animales que hartos de tantas vueltas acabaron abrasados en la desorientación y masacrados en los estoques.
Con matices, claro está. Alberto Aguilar se empeño en que quería dar muchos muletazos cuando lo que debía hacer es sencillamente torear, y lidiar como le hemos visto en ciertas ocasiones. Tampoco puso orden en las tareas de control de lo que pasaba en el ruedo pese a que era el encargado del cometido. Los hombres de su confianza, con su apoderado al frente, se pasaron de erudiciones desde el callejón, y en muchas ocasiones los propios protagonistas no sabían a qué rey debían obedecer. Este torero valiente y arriesgado se equivocó en la preparación y se le indigestó tanto énfasis a la cocina desestructurada. Joselito Adame llegó como una tormenta tropical dispuesto a consolidar las expectativas de la pasada primavera en Madrid pero un revolcón en su primer toro lo mandó a la enfermería con una conmoción cerebral y rotura de algún hueso. Entró a los quites; bulló con mucha valentía; quiso la colocación; arriesgó demasiado en la puerta gayola y casi le cuesta la cabeza; pero también ambicionó copiar el consabido método del toreo por arriba y en los medios cuando lo que procedía era elegir con el entendimiento. Adame también quedó desbordado y desorientado. La desgracia se cebó con él y aún pudo ser peor porque no se explica cómo le dejaron entrar a matar al animal cuando era evidente que después del fuerte revolcón manifestaba una fuerte descoordinación.   
Lo más inexplicable es el caso de Jiménez Fortes ya que el torero de tantas expectativas para muchos es certero en la vulgaridad, en el toreo al revés, en los mantazos al aire, en las cansinas rotondas, en los espadazos horripilantes, en la personalidad insulsa e insufrible. Y eso que traía una cuadrilla bien conformada con Carretero en la lidia y Sandoval en el caballo.

Los sabios lo tienen dicho. Que no. Que gurús de la cocina moderna sabrán mucho del reinvento ese del potaje de la abuela pero para mí que no saben ni poner la sal. Y de los garbanzos ni hablamos. Ya saben… buen provecho. 

sábado, 5 de octubre de 2013

Crónica. Segundo festejo de la Feria de Otoño 2013

Segundo festejo de la Feria de Otoño. Madrid. Plaza de toros de Las Ventas, 4 de octubre de 2013. Toros de Victoriano del Río y Cortés (ambos hierros del mismo ganadero) para Manuel Jesús, El Cid, Iván Fandiño y Sebastián Ritter, que tomaba la alternativa.

Una izquierda prodigiosa

Por Paz Domingo
Se reveló el toreo al natural. Surgió el milagro en aquella izquierda prodigiosa que permanecía encerrada en el recuerdo. A la mente regresó la memoria y El Cid se acordó de sí mismo, de un tiempo que había quedado lejano y de la interpretación de la más hermosa manifestación torera de naturalidad, una cualidad soberbia que nace del instinto, vive del pulso controlado del ritmo, se nutre del movimiento templado, se impone por verdadera y se expande en elegancia sin igual.
Hay muy pocos hombres que puedan realizar el toreo natural, incluso habían desaparecido quienes querían enseñarlo. Esto mismo había pasado con Manuel Jesús, El Cid, y con él también regresaban del olvido todas las evocaciones de acontecimientos fabulosos que tenemos los aficionados. No se puede asegurar cómo retoñó esa extraordinaria mano izquierda para interpretar el toreo al natural, la única en todo el escalafón que se impone por rotunda, pero lo cierto es que el torero se arrancó como un despojo la vulgaridad cochambrosa, retorcida, ventajista e insoportable y vio la luz como si se tratara del tullido de las parábolas cristianas que recobra la vista, la dignidad y la fe.
Puede ser que el milagro no fuera de tanta profundidad de otras ocasiones, pero sí fue el milagro más bello. El destino se coló en la ganadería de Victoriano del Río con un animal de obediencia extrema, de una nobleza entregadísima, con mucha cara y pocas carnes, bonito de capa pero que no se acercó a las provocaciones caballerescas puesto que ni él mismo ni el maestro estaban por la labor descarnada. Era un ejemplo de eso que los castizos taurómacos denominan “ir al toque”, de la muleta, se entiende.
El grado de belleza trascendía en luminosidad y se colaba por el cielo repleto de nubarrones como si surgiera del rompimiento de gloria. Vio claro en el capote acompasado y rematado con media desmayada que caía por debajo de la cadera. Se picó con el quite por gaoneras algo precipitadas de Fandiño e inició sin prolegómenos la exposición de la muleta desmontada desde el primer instante. Embarcada con sutileza, atraía al animal cuando se salía, templaba con gusto extraordinario la suave cadencia del caminar del toro, desplazaba envolvente el grácil vuelo de un pájaro, se erguía en la rectitud mientras hacía girar la muñeca de su mano izquierda hasta la delicadeza, vaciaba la suerte en el pase de pecho como si un imán arrastra la ligereza al cielo, se adornaba con trincherazos y evocaba la naturalidad del baile perfecto. Así, repetidamente. Así, perfectamente.
Así, una vez más, el diestro de izquierda prodigiosa se volvió a equivocar en la resolución. Sabía del momento decisivo pero tomó tantas precauciones que, también una vez más, se desvanecía la rotundidad. Desoyó la petición que le hacía el animal para morir en la suerte natural. Se perfiló precipitadamente. Y en ese instante fugaz el toro se le arrancó mientras que El Cid dudó y no actuó con el estoque para matar recibiendo, en lo que hubiera sido la perfección más apropiada. Volvió la memoria a hacerse presente. Aquel hombre abatido que lloraba hace años en el estribo, después de no poder rematar la más extraordinaria belleza del toreo, se quedaba como siempre desarmado en la imposibilidad.
El Cid resultó ser el torero que nunca debió olvidar. Se reveló como antaño, con poderío, facultad e impotencia. También con milagro porque después de vislumbrar la actuación a su primer torete parecía que se iba a cortar la coleta allí en un arrebato de pundonor y dar por finalizada esta deriva en el toreo más ramplón, tan cotidiano y aburrido, al que había llegado por apetencia suya.
Y es lo que tiene el toreo bueno cuando se ve, que lo que antes parecía colosal se queda relegado en el olvido. Atrás quedó la oreja que obtuvo Iván Fandiño con su actitud para comerse el mundo y la puerta grande de Madrid que tanto se le resiste. Todos le esperaban. Citó desde los medios con la temeridad que le es innata. Aguantó los ayudados por alto sin enmendar su gran valentía. Puso el entusiasmo en el graderío para después ir decayendo la faena en intensidad, sitio y resolución. Hubo petición de premio para Fandiño, pero no fue mayoritaria y en el paseo por el albero se produjo el verdadero momento de inflexión de la tarde porque todos, excepto el presidente del festejo, se dieron cuenta que en los tendidos no se sentaba un público cualquiera. El pulso de la verdadera afición lo tomó a partir de ese instante mágico, como queda dicho, El Cid con su mano izquierda que forcejeó con su instinto y poderío. Una revelación que no está al alcance de cualquiera, ni torero ni aficionado, y para algunos advenedizos en el arte taurómaco la faena basada en la naturalidad será su referencia, su memoria y el alimento de su alma torera.
Por último queda formular una pregunta al destino. ¿Será capaz la afición de esperar a que la madurez de Sebastián Ritter rompa y se manifieste? Este torerillo colombiano, que en esta tarde otoñal del Madrid torero tomaba la alternativa, tiene una seriedad extraordinaria, una compostura clásica fuera del común de la novillería anodina, un sitio certero para componer la profundidad y, sobre todo, aporta una verticalidad de las que enamora por verdadera. Su asombroso temple interno lo dejó claro en el día más complicado de su experiencia torera puesto que a El Cid le dio por torear y a Fandiño por llevarse las expectativas. Con dos toros tan dispares de genio, fuerza y presentación tuvo que lidiar el diestro inmutable. El primero, inválido, nobletón y distraído. El segundo, imposible, morlaco y descomunal. Pues a pesar que el sorteo fue tan traicionero, Ritter no se descompuso. Estuvo en torero que ya es mucho agradecer. Ya era hora que alguien con aspiraciones no porfíe en el tremendismo, la parafernalia, el retorcimiento, la ignorancia, la falta de personalidad y en la vulgaridad que inunda tan abultado escalafón novilleril y del que ha dejado de serlo.