Cuando el toreo es verdad
Cómo discernir entre centímetros y años luz
Por Paz Domingo
Cuando se da el toreo auténtico, la
verdad se impone desnuda, absoluta, rotunda, y se hace tan nuestra que llega a
los pliegues propios de la razón y de la memoria para no escaparse nunca. Así
sucede cuando primero se expone, luego se domina, y después se concluye en
arrebato de precisión y belleza. Y es que esa razón que todo lo ordena en esta
nuestra alma torera no se puede medir con un metro, ni con dos, ni con tres,
aunque algunos amigos de lo excesivo estiren la milonga a placer haciendo del
milímetro, hectómetro. Y ayer, además de que Juan del Álamo hizo la verdad del
toreo, hubo lección de distancias porque el diestro sacó el metro, se puso a la
comparación y demostró que el centímetro no es kilómetro y que la distancia entre
Marte y Saturno se cuenta en años luz.
A menudo suele pasar que la pasión deje
ciego al más propenso a los amores primaverales. Pero decir que el traje del
rey es el más preciosista, cuando en realidad el cuerpo regio luce desnudo las
vergüenzas, es mucho decir y muy poco medir la verdad. Hace unos días se han
dado orejas y puertas grandes por faenas de acompañamiento y sin asomo de mando
ni potestad; se han ponderado soberbios bajonazos; algunos animales, por encima
de la media es cierto, han sido tratados como seres mitológicos cuando en
realidad les han faltado descomunal bravura para creerlo; se han cometido
tantas tropelías en la lidia que las sanciones y las multas caen en olvido
alevoso; y sobre todo se ha exaltado tanto aquellas banalidades que dan ganas
en un día como hoy de comprarse un megáfono y dejarlos sordos en su simpleza.
Pocos apostaban por algo antes de
comenzar. Los más entusiastas suponían que Alcurrucén echaría al ruedo algún
torito bueno y que quizá El Cid, en una tarde mágica sacaría el potente estilo
de su mano izquierda. Sin embargo, en este espectáculo incomprensible a la
razón misma pasan cosas inesperadas. Por ejemplo, ver torear en el más
preciosita estilo y emocionarse con una poderosa faena de dominio. Dos faenas y
dos formas opuestas en la concepción pero con una intensidad arrebatadora que
se complementaron hasta el ensueño. Las dos las realizó Juan del Álamo. Por la
primera, el público extasiado pidió la Puerta Grande y el presidente contuvo a
la masa enloquecida concediendo un solo trofeo, llevándose de paso una de las
broncas más monumentales que se recuerdan.
El toro, colorao y en el más puro tipo de
su encaste Núñez- despistó con su mansedumbre en los inicios de la faena. Se
dolió en el primer contacto con la puya pero se arrancó al caballo en las dos
siguientes y hasta empujó en una de ellas. Esta mansedumbre que resultó ser
presuntuosa se la quitó Del Álamo en la primera tanda en ayudados por bajo, en
el toreo por delante, ganando terreno, ajustando a la muleta las embestidas
cada vez más enceladas. A partir de aquí se sucedió la precisión en los tiempos
de la faena, en la acople exacto de fuerza y movimiento, en la naturalidad de
la ligazón, hasta en la verticalidad y el temple. Le faltó un poco de
profundidad y de rotundidad con la espada, circunstancias que no influyeron en
el público arrebatado de tanto preciosismo pero sí en la decisión del
presidente que no cedió a la petición de las dos orejas.
A partir de este momento, se presumía que
con poca cosa que sucediera o saliera por la puerta de chiqueros, Juan del Álamo
iba a tener su Puerta Grande. Lo que nadie conjeturaba es que se iba a producir
la magia, el dominio, la exactitud y el metro de medir. El manso era de libro, y
no el presuntuoso mansurrón nobilísimo de la anterior faena, un pavo de alzada
considerable, al que apenas se le pudo picar y que se desentendió también en
banderillas. Le llamó el diestro desde los medios y allí sin contemplaciones ni
probaturas le metió en los vuelos bajos de la muleta, le impuso unos derechazos contundentes de autoridad y
únicamente superados en la segunda tanda, con el animal ya en las líneas
internas del tercio, con el sitio único, con los pitones a la altura del
desafío, dejó Juan del Álamo la más categórica demostración de supremacía en el
arte del toreo a pie y que en sí misma bien vale la Puerta Grande de Madrid y
de la memoria. La entrega fue total, como también lo fue cuando se volcó en tan
desafiante arboladura y aunque la espada no quedara clavada en la exactitud,
todos -hasta el reservado presidente- reconocimos el poderío de este diestro,
la magia de su preciosismo y la contundencia de su toreo cuerpo a cuerpo.
Así es la grandeza de este mundo de
toros. Un sortilegio cuando se produce en la verdad. Un sueño que se toca. Una
memoria que se acaricia de vez en cuando. Y también, aficionados y amigos en
este juego loco y hermoso, hay que sacar el metro de medir y trazar la línea
que discrimina los centímetros de los años luz. Por cierto, El Cid quiso evidenciar
aquella mano izquierda aunque tiene primero que recordar él mismo cómo se
evidencia y Joselito Adame tiene que empezar a ser otro. Lecciones han tenido
de sobra. Los demás también.
Madrid. 8 de junio de 2017. Plaza de Las
Ventas. Toros de Alcurrucén para El Cid, Joselito Adame y Juan del Álamo.