Plaza de toros de Las Ventas.
Madrid, 21 de mayo de 2013
Decimotercer festejo de la feria de San Isidro.
Decimotercer festejo de la feria de San Isidro.
Uceda Leal, Eduardo Gallo y David
Mora con toros de la ganadería de Pedraza de Yeltes.
Desdibujados
La expectación por los toros de la
nueva ganadería de Pedraza de Yeltes quedó algo desdibujada. La curiosidad de
los aficionados tuvo cierta recompensa porque los ejemplares mostraron casta,
aunque indefinida. Con buena presencia, mansearon, flojearon también, intentaron
el empuje en el caballo, mostraron resistencia al sometimiento y pidieron
hombres que les aguantaran, pero les faltó un poco de picante y una bravura
precisa. Los tres diestros tuvieron serias complicaciones para resolver esta
complicada faceta de aguante porque todos, cuadrillas incluidas, intentaron el
toreo posmoderno cuando en realidad se precisaba el antiguo.
Contra la estandarización habitual, se
produjo el interés. Hasta hubo múltiples percances de matadores y subalternos
que fueron desgranándose en sobresaltos de menos a más. A Uceda le avisó el
primer ejemplar con algunos gañafones y a Eduardo Gallo lo arrolló en el quite;
al subalterno Pablo Ciprés le dio un tunda el cuarto, el mismo animal al cual el
primer espada de la tarde, y hasta este momento de la torería, diera muerte a
la desesperada después de multitud de descabellos, varias entradas en la suerte
suprema y una bronca espectacular al hoy inseguro matador Uceda Leal. El clasicismo
de Uceda, que aún sigue esperando la afición, ya está borroso y el contundente maestro
de otros tiempos, y de otros estoconazos, venía fuera de sí, muy alejado de
disposición y de valor.
Pero sigamos con los hechos. El
ejemplar que hizo quinto salió de chiqueros con fuerza, con presencia y soberbia.
Alguien le llamó desde dentro del burladero de cuadrillas con el capote, y allá
fue el toro a derrotar, cuando en el momento crucial del encuentro se le quitó
el capote y el animal se quedó descordado tras el choque virulento. Esta es una
vieja costumbre que no por ser mil veces realizada pueda considerarse materia
de ley. Ya se deberían haber tomado medidas hace mucho tiempo para que estos
aviesos ayudantes de toreros reciban órdenes de la autoridad competente de
estarse quietecitos en las llamadas de los capotes desde el refugio del callejón.
Es decir, que les den un toque con una
buena multa para que aprendan. Y ya que ha surgido así la circunstancia, me
gustaría saber desde cuándo no se pone una multa en Madrid, o en otro lugar del
universo taurino, según dispone el reglamento con la suficiente contundencia
para las muchas trasgresiones, hoy ya desmanes, que se suceden todos los días
en las bregas de los toros.
Todos quedamos consternados con esta
catástrofe. Salió el sobrero de José Vázquez que era feo de tipo, pequeño de
hechuras y manso, tan manso como todos los mansos de hoy: intratable en las
bregas, rebotado de los petos y sumiso en la muleta, también muy espabilado
para atropellar a otro subalterno a la salida del caballo. Quedaba el marrajo
encastado que salió en sexto lugar y se hizo el amo del mundo con su soberbia y
casta de toro a la antigua. También pudo dejar mal parado al banderillero
Puchi, pero la enfermería por fin quedó sin abrir.
Lo mejor de la tarde estuvo en los
capotes de Eduardo Gallo y sobre todo en los temples, las suavidades y las
medias de remates de David Mora, incluso en su despaciosidad en los galleos.
Ambos diestros también realizaron faenas parejas al segundo y tercero, los más
claros para tandas sucesivas. Ponían a los ejemplares en los centros del ruedo;
los animales protestaban en estos terrenos; instrumentaban los maestros una
primera serie templada, ligada, llevada; a partir de este momento daba comienzo
un desacoplamiento y un arrastre paulatino hacia la puerta de los chiqueros
poniendo en evidencia que los maestros jóvenes, pero experimentados, dominaban
poco la situación.
Eduardo Gallo estuvo muy remiso con
el colaborador sobrero y tampoco hubo filin. Y Mora hizo frente con mucha
valentía y arrojo al complicadísimo sexto ejemplar. Pero debió poner desafío en
vez de corazón porque a estos toros hay que darles cacheteo a la antigua y
castigo en la cara. Mientras, el director de lidia estuvo ausente de poner
orden en el desconcierto que provocó la casta cuando a veces se pasea por los
ruedos. Desatendió sus labores y menos mal que los percances se quedaron en
sustos. Con poca naturalidad se paseó con un toro poco ambicioso, aunque con su
recorrido y aguante. Su segunda actuación fue un calvario, pero por su culpa y
riesgo porque la lidia quedó en capea, en desconcierto absoluto, en un desatino
mayúsculo propio de un matarife y en una bronca colosal a un maestro que antes daba
estoconazos y ahora divaga en la imprecisión.
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