Madrid, 29 de noviembre de 2012
Queridos amigos, os pido
disculpas por mi descuido en atender este compromiso digital, que aunque voluntario, supone para mí un obligado
cumplimiento. No quiero extenderme en explicaciones. Ni en excusas. Quiero
confesar mis culpas, sencillamente. El desánimo es un poderoso acicate que
desarma cualquier facultad. Este silencio, que ya dura tres meses, ha supuesto para
mí muchas cosas, tantas como la constancia de que esta crisis generalizada es
capaz de apisonar a conciencia, que los valientes cada día son menos y están más
apartados, y que no queda más remedio que intentar la normalidad para seguir
adelante.
En este impulso, casi a
la desesperada, para mirar hacia el futuro (como expresan los gurús macroeconómicos),
e intentar comprender lo que nos espera, muy bien se puede trasladar todo
aquello que nos rodea a este mundo taurino y aficionado cada vez más
desdibujado, más errático, más abandonado en definitiva. No es necesario ser una
adivina con una piña en la cabeza y bola de cristal, ni tan siquiera un
extraordinario genio de las altas finanzas, para elaborar una teoría posible de
ajuste que corrija los desmanes y corruptelas, ponga orden, busque en la
viabilidad -como se define de común acuerdo-, y nos dé la oportunidad de no
lamentar el final.
Yo prefiero hablar de
posibilidad como término objetivo. Incluso de ingenuidad, si así lo preferís.
Pero también antepongo, un día como hoy, mis recuerdos a esta vorágine desalmada.
Hoy, miro hacia atrás. A quienes me enseñaron. Es una cuestión de
supervivencia. Por supuesto, la mía. Y recuerdo a mi abuelo José.
Este pasado mes de
septiembre hubiera cumplido cien años, tantos como el aniversario de la
alternativa del más espectacular de todos los toreros en la historia de la
tauromaquia en singularidad y traslación: Joselito, el Gallo. Mi abuelo también se llamaba José Gómez, circunstancia
que le hacía reír -además de crecerse “cuatro varas”- cuando en las
disparatadas conversaciones taurinas reclamaba para sí tanta gloria como la del
diestro sevillano, aunque dejara olvidado por unos instantes su primer apellido
y por el cual era incluso más conocido que Gallito en todos los ambientes
colaterales de la otra liturgia a pie de calle.
Nunca le faltó autoridad;
ni los amigos; ni respeto; ni el impulso descomunal para disfrutar de la buena
vida. Su afición por el mundo de los toros fue muy bien entendida a su manera
porque “no hay más que decir” y porque “la verdad es una sola”.
Le recuerdo con la
sonrisa pícara cuando en aquellas tardes veraniegas me instaba, sí o sí, a
hacer de taxista y recorrer las fiestas toreras de la comarca. Salíamos con la
solanera más inclemente para “ir tranquilos, tomar café y visitar a los parientes”. Claro, que no íbamos en
calma. Apoyaba su gigantesca envergadura en un bastón, recomponía las fuerzas y
caminaba con una destreza, elegancia y maestría que aparecía un pretendiente
juvenil. Tomaba chatos de vino con el argumento de que eso de la cafeína no era
cosa de “toreros”, ni de diabéticos tampoco. Hacía escala en todos los enclaves
que conoció en otros tiempos. En los que seguían en pie, preguntaba por todos
los compañeros de otra época ya tan lejana a “su entender” y ante los lugares comunes
ya desaparecidos miraba al cielo, rezaba una plegaria en silencio, dejaba un
bastonazo en el aire y decía: “Vamos, que hay prisa. A los toros hay que ir
como Dios manda: con tiempo y con ganas”.
El resto de la escenografía
la desarrollaba en las taquillas, cuando pedía con voz potente las entradas
(como Dios también mandaba): “en barrera y a la sombra”. Evidentemente, casi nunca fue posible tanto
lujo, pero a mí me impresionaba siempre. Entonces llegaba mi única posibilidad en
toda la tarde de meter baza, lo que se traducía en encontrar dos localidades,
las más cercanas al baño y las más baratas. Ahí estaba, en el tendido, joven,
erguido, entusiasmado, en silencio. Como mucho, recordaba a Luis Miguel
Dominguín en el día que se autoproclamó número
uno. Tardé tiempo en comprender que su admiración no se sustentaba sobre
argumentos artísticos, a pesar de la vehemencia de su discurso, sino en la
peculiar y extraordinaria condición del diestro en vivir la plenitud genésica
del toreo y de sí mismo. A veces, me daba por preguntar; aunque sin resultados,
porque mi abuelo no rompió su autoridad en ningún momento. Decía siempre lo
mismo: “Mira lo que sucede y será suficiente para que lo entiendas. Si te
gusta, lo sabrás. Si no te gusta, no pienses que yo te lo voy a explicar.” (¡Toma!)
Cuando pasó el tiempo, me
acerqué sola a los toros indagando en esa fantasía que lo envuelve. Lo que
encontré, queridos amigos, fue mucha gente que buscaba esa posibilidad para
desarrollar tanta afición. Entre todos, admiré a Joaquín Vidal, maestro de
periodistas, genio y figura de integridad y amante cabal de la “grandeza del
toreo”; descubrí la literatura más deslumbrante para revivir una aventura
singular y poderosa; y encontré camaradas eminentes, personajes dignos de
protagonismo y un movimiento extraordinario de pasión y sabiduría.
Y ahora, amigos, ¿qué hay
que hacer cuando todo se desmorona? ¿A quién preguntamos? ¿Dónde buscamos el
entendimiento en esta desorbitada “traslación planetaria”? - (como felizmente
aseguraba un analfabeto galáctico) ¿Qué papel tienen los valientes que podrían
denunciar las tropelías si no tienen un respaldo lo suficientemente sólido de
apoyo? Cuál es nuestro compromiso entre tanta decepción? ¿Hacia dónde hay que
mirar? Eso, hacia dónde. De momento, yo, hacia atrás, hacia el recuerdo de este hombre altivo, de personalidad
arrolladora, de genio indomable, admirador de la dolce vita, apasionado con la belleza del toreo que me enseñó a
mirar y sentir este fabuloso mundo de los toros sin mediar una sola palabra al
respecto.
Posdata: Gracias por vuestros mensajes de ánimo. Los tengo muy en cuenta. Y especialmente, gracias Javier.
Posdata: Gracias por vuestros mensajes de ánimo. Los tengo muy en cuenta. Y especialmente, gracias Javier.
Querida PAZ DOMINGO, te aseguro de mi total apoyo moral y cariñoso, en esas circunstancias dolorosas
ResponderEliminarporqué tu pareces querer muchisimo tu abuelo
Abrazo fuerte, y besito a MARINA