El 'gatopardismo' taurino
Ustedes bien conocen la frase "Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi", que traducida al Román autóctono viene a ser, como dicen los posmodernos, “cambiar todo para que nada cambie”. El origen de tan certero epigrama corresponde a los entresijos de la fabulosa novela Il Gattopardo de Giusepe Tomasi di Lampedusa, donde el agudo escritor italiano describe con gran precisión la soberbia capacidad de la aristocracia siciliana en abrazar la revolución para poder perpetuarse. A partir de su elevada literatura, de la fabulosa trama, del éxito que acompañó a la puesta en escena, que con el mismo nombre fue llevada al cine por el director también italiano Luchino Visconti en 1963, la dichosa sentencia se popularizó con extraordinaria notoriedad y desde entonces se denomina gatopardismo y lampedusiano al plural y singular, al continente y las formas, para seguir comprando barato la impostura de vender lo imposible.
Como supongo que ustedes son hombres y mujeres que aplican en la vida su afición por el mundo de los toros, pues deduzco que también se habrán fijado en la imperante urgencia de “trasformación en el toreo” que demandan algunos privilegiados visionarios -profesionales en activo del mundo taurino para más señas- que claman por la revolución pendiente e imperiosa en este sector “todavía anclado en el siglo XIX”. Y una servidora, con alma torera, ya le gustaría reencarnarse en aquellos tiempos de libre enfrentamiento, en la posibilidad remota de presenciar los majestuosos espectáculos con toros de selección genética primigenia y a los cuales se enfrentaban colosales diestros que avanzaron en la evolución del dominio de la fuerza bruta a las primeras tauromaquias. Ahora, dichos mecenas imaginativos se creen en posesión de la verdad, la que nos llevará a la modernidad de los toros. Pero, ¿alguien ha dicho una palabra de los toros?; ¿alguno ha denunciado el manoseo de las entrañas poderosas que definen a este fabuloso animal?; ¿cualquiera ha exigido su autenticidad?; ¿uno solamente ha puesto sobre la mesa la integridad de su condición indiscutible para la posibilidad de su desarrollo en la “tan urgente modernidad” del siglo XIX? Ya saben, hay que cambiar para que nada cambie.
Menudo novelón nos espera, con la gestión de la plaza de toros de Las Ventas en liza. La sacrosanta “primera referencia” del orbe taurómaco puede convertirse en la residencia veraniega del castillo de Donnafugata, repleta en trasiegos de habitaciones, efervescente en ampulosos bailes sociales, sospechosa de maniobras y arriesgadas intentonas para cambiarnos a todos de arriba abajo, por supuesto sin tocarse ellos ni un pelo. La revolución del mundo del toreo, dicen arrebatados. Lo peor de todo es que no tenemos un príncipe siciliano al que echar mano, ni una aristocracia a la que destronar, ni una burguesía en la que confiar, ni un Lampedusa para relatar la crónica social, ni un Burt Lancaster del que enamorarse.
Estamos en contacto, como dicen los modernos y únicos advenedizos del presente siglo.
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