Lección
de lidia ineluctable para hoy
Por Paz Domingo
No estoy
de acuerdo. La corrida de Saltillo no fue mansa, un calificativo tan rotundo
como recurrente en las crónicas que leo esta mañana. La mansedumbre como
cualquier otra noción actual (léase bravo, noble, incluso toreable) que defina el comportamiento de la cabaña ganadera supuestamente
apta para la lidia es un término descontextualizado, manoseado, equívoco y que
no sirve –al menos únicamente para este caso- porque casi todo el mundo
identifica casta con docilidad, nobleza con babeo pastueño, bravura con “que se
dejen apalear”, y mansedumbre con canto gallináceo.
No
pretendo dar lecciones a nadie pero si se trata de precisar el proceder de los
mencionados saltillos debo asegurar
que Moreno Silva presentó un corridón
de toros de inusual contundencia, de desacostumbrada bronquedad, de una casta
ruda e insobornable. Ninguno de los seis animales en contienda –según la
clasificación actual para topar con un manso- pisó los terrenos de chiqueros con
apetencias deshonrosas, no se aquerenció en tablas, no pidió la muerte de
manera obscena, e incluso uno de ellos desafió a la inmortalidad y a la
placidez de los toriles con todos los cabestros a su alrededor y con tres
acometidas letales en sus carnes. Es cierto que buscaban enardecidamente los
bultos, que se engallaban, que les resbalaban frenéticamente los puyazos, que extraviaban
los ímpetus de un caballo a otro, que no atendían a los engaños, que desafiaban
campanudos como amos y señores de entrañas esquivas al sometimiento.
Intratables,
puede ser. Y no todos. Según qué, cómo y por qué. Hasta que apareció el
pregonao que hizo tercero en orden de salida, las dos cuadrillas respectivas
con sus matadores al frente, dieron lecciones magistrales de inclasificables y
negados controles lidiadores, consiguiendo exasperar de tal modo a los
aficionados verdaderos allí congregados y armándose una gran bronca absolutamente
merecida. Todo se realizó de forma ignorante. Todo, siendo lo más asombroso que
ambos animales quedaron medio entregados a la muleta, con las cabezas altas es
cierto, pero hasta con posibilidades de sometimiento con verdad. Especialmente
claro fue el segundo, el más noble de embestidas y al que Aguilar, nada puesto,
quiso esconder, desplazar y renunciar.
A partir
de aquí, en los tres torazos de miedo que se sucedieron se produjo la
revelación para quienes quisieron entenderla. Fue una clase magistral para deducir
el sentido de la lidia, tanto de su existencia como de su esclarecimiento. Quedó
prácticamente invencible eso que se hizo antaño en llamar lidia de toros. Casi imposible porque a estos pregonaos -que les sobraba entendimiento, aires
campanudos, soberbia y descomunal capacidad de incertidumbre- no les pusieron
en su sitio con la única arma posible: la exactitud. Este concepto, puede
parecer vago de argumentación, pero consiste en defender el mando sin tregua y
desde el instante primero. Hay que mandar abajo sin dilación y hasta sin
ortodoxia, con firmeza, con arrojo de extraordinaria técnica, con inmensa
valentía. Castigar, abajo, siempre abajo. Pero las varas cayeron como bombas de
racimo, los capotes como armas cegadoras, las muletas como platillos volantes,
las banderillas –las hubo hasta negras- como acicates de rebeldía, y las equivocadas
astucias para contener la insubordinación resultaron granadas de mortero que el
enemigo devolvía sin explotar.
Digo que
es casi imposible que se pueda llegar a producir esta lección magistral de
lidia auténtica sencillamente porque ya no se practica y por tanto no se puede
aprender ni enseñar. Casi imposible porque sí hubo dos instantes de técnica e
imponderable perfección, suficientes para aquellos seres avispados, aficionados
en la verdad, con entendederas inteligentes y que comprendieran qué es eso de la
lidia de un toro con todas sus maestrías. David Adalid puso varios pares de
banderillas, pero la última tan colosal de mando que paró el toro en seco
dejando los palos en la misma cara de la fiera. Del tamaño de esta proeza fue
el capoteo por abajo de César del Puerto haciéndole
bajar la altivez, parando la fuerza arrolladora e indicando con tal
extraordinaria perfección y técnica quién manda (al toro y a los demás
oficiantes en “lidia desgarrada y enloquecida”, según definió Joaquín Vidal la actuación
de los profesionales en un encierro de idénticas características dificultosas de
Moreno de la Cova en Madrid).
Tampoco
estoy de acuerdo en los que aseguran que el potencial de la corrida nos haya
trasladado a otro siglo. Quizá con esta aseveración sean capaces de ponderar lo
que comúnmente es imposible que se produzca en este espectáculo adocenado. Lo
es para los que no han visto nada parecido. O no lo recuerdan. O no lo han
leído. Lógico, no estaban las televisiones de fondo, ni los cronistas
interesados, ni las grandes figuras dispuestas al enfrentamiento. Alguna vez se
ven cosas parecidas y es necesario reivindicarlas. Por tanto, con la misma
rotundidad aseguro que los bulos de que estaban los animales toreados es una infamia.
Lo que hay, señores míos, es la evidencia de ser pocos los hombres y toreros
que sean capaces del dominio verdadero, tan pocos como ganaderos con tanto celo
en la casta categórica. No es necesario que Moreno Silva pida perdón. Lo que
procede es darle las gracias por mostrarnos la desnudez y la grandeza de la
fiesta de los toros.
Sí,
amigo Javier, el toro existe, como también hay alguna ganadería que presente
animales de poder. El problema es que ni a unos ni a otros les dejarán a la
vista, ni a la técnica. Al contrario, se pretende porfiadamente enterrarles en catacumbas
después de haberles perpetrado auto de fe y hoguera pública.
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