miércoles, 1 de junio de 2016

'Saltillos'

Lección de lidia ineluctable para hoy

Por Paz Domingo
No estoy de acuerdo. La corrida de Saltillo no fue mansa, un calificativo tan rotundo como recurrente en las crónicas que leo esta mañana. La mansedumbre como cualquier otra noción actual (léase bravo, noble, incluso toreable) que defina el comportamiento de la cabaña ganadera supuestamente apta para la lidia es un término descontextualizado, manoseado, equívoco y que no sirve –al menos únicamente para este caso- porque casi todo el mundo identifica casta con docilidad, nobleza con babeo pastueño, bravura con “que se dejen apalear”, y mansedumbre con canto gallináceo.

No pretendo dar lecciones a nadie pero si se trata de precisar el proceder de los mencionados saltillos debo asegurar que Moreno Silva presentó un corridón de toros de inusual contundencia, de desacostumbrada bronquedad, de una casta ruda e insobornable. Ninguno de los seis animales en contienda –según la clasificación actual para topar con un manso- pisó los terrenos de chiqueros con apetencias deshonrosas, no se aquerenció en tablas, no pidió la muerte de manera obscena, e incluso uno de ellos desafió a la inmortalidad y a la placidez de los toriles con todos los cabestros a su alrededor y con tres acometidas letales en sus carnes. Es cierto que buscaban enardecidamente los bultos, que se engallaban, que les resbalaban frenéticamente los puyazos, que extraviaban los ímpetus de un caballo a otro, que no atendían a los engaños, que desafiaban campanudos como amos y señores de entrañas esquivas al sometimiento.

Intratables, puede ser. Y no todos. Según qué, cómo y por qué. Hasta que apareció el pregonao que hizo tercero en orden de salida, las dos cuadrillas respectivas con sus matadores al frente, dieron lecciones magistrales de inclasificables y negados controles lidiadores, consiguiendo exasperar de tal modo a los aficionados verdaderos allí congregados y armándose una gran bronca absolutamente merecida. Todo se realizó de forma ignorante. Todo, siendo lo más asombroso que ambos animales quedaron medio entregados a la muleta, con las cabezas altas es cierto, pero hasta con posibilidades de sometimiento con verdad. Especialmente claro fue el segundo, el más noble de embestidas y al que Aguilar, nada puesto, quiso esconder, desplazar y renunciar.

A partir de aquí, en los tres torazos de miedo que se sucedieron se produjo la revelación para quienes quisieron entenderla. Fue una clase magistral para deducir el sentido de la lidia, tanto de su existencia como de su esclarecimiento. Quedó prácticamente invencible eso que se hizo antaño en llamar lidia de toros. Casi imposible porque a estos pregonaos -que les sobraba entendimiento, aires campanudos, soberbia y descomunal capacidad de incertidumbre- no les pusieron en su sitio con la única arma posible: la exactitud. Este concepto, puede parecer vago de argumentación, pero consiste en defender el mando sin tregua y desde el instante primero. Hay que mandar abajo sin dilación y hasta sin ortodoxia, con firmeza, con arrojo de extraordinaria técnica, con inmensa valentía. Castigar, abajo, siempre abajo. Pero las varas cayeron como bombas de racimo, los capotes como armas cegadoras, las muletas como platillos volantes, las banderillas –las hubo hasta negras- como acicates de rebeldía, y las equivocadas astucias para contener la insubordinación resultaron granadas de mortero que el enemigo devolvía sin explotar.

Digo que es casi imposible que se pueda llegar a producir esta lección magistral de lidia auténtica sencillamente porque ya no se practica y por tanto no se puede aprender ni enseñar. Casi imposible porque sí hubo dos instantes de técnica e imponderable perfección, suficientes para aquellos seres avispados, aficionados en la verdad, con entendederas inteligentes y que comprendieran qué es eso de la lidia de un toro con todas sus maestrías. David Adalid puso varios pares de banderillas, pero la última tan colosal de mando que paró el toro en seco dejando los palos en la misma cara de la fiera. Del tamaño de esta proeza fue el capoteo por abajo de César del Puerto haciéndole bajar la altivez, parando la fuerza arrolladora e indicando con tal extraordinaria perfección y técnica quién manda (al toro y a los demás oficiantes en “lidia desgarrada y enloquecida”, según definió Joaquín Vidal la actuación de los profesionales en un encierro de idénticas características dificultosas de Moreno de la Cova en Madrid).

Tampoco estoy de acuerdo en los que aseguran que el potencial de la corrida nos haya trasladado a otro siglo. Quizá con esta aseveración sean capaces de ponderar lo que comúnmente es imposible que se produzca en este espectáculo adocenado. Lo es para los que no han visto nada parecido. O no lo recuerdan. O no lo han leído. Lógico, no estaban las televisiones de fondo, ni los cronistas interesados, ni las grandes figuras dispuestas al enfrentamiento. Alguna vez se ven cosas parecidas y es necesario reivindicarlas. Por tanto, con la misma rotundidad aseguro que los bulos de que estaban los animales toreados es una infamia. Lo que hay, señores míos, es la evidencia de ser pocos los hombres y toreros que sean capaces del dominio verdadero, tan pocos como ganaderos con tanto celo en la casta categórica. No es necesario que Moreno Silva pida perdón. Lo que procede es darle las gracias por mostrarnos la desnudez y la grandeza de la fiesta de los toros.

Sí, amigo Javier, el toro existe, como también hay alguna ganadería que presente animales de poder. El problema es que ni a unos ni a otros les dejarán a la vista, ni a la técnica. Al contrario, se pretende porfiadamente enterrarles en catacumbas después de haberles perpetrado auto de fe y hoguera pública. 

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