El
alto vuelo de un centauro
Por
Paz Domingo
Los
elementos no se alinearon. Y lo que se esperaba no se produjo. Era uno de los escasos
carteles que ofrece interés fuera de la prolongación de la decadencia en la que
está inmersa la fiesta en una plaza medio vacía, que no medio llena. Confluían en
expectación toros, toreros, aficionados y un calor infernal. Posiblemente nadie
resultó inmune a este esfuerzo dantesco pero con seguridad será un festejo para
recordar. La ganadería de Pedraza de Yeltes trajo a Madrid un corridón de toros, con animales
poderosos, imponentes en hechuras, fuertes como colosos, impecables en trapío, sin
adjetivos añadidos a la casta, capaces con su solemnidad de inflar los
corazones más deshidratados, incluso en el debate entre el furor de lanzarse a
los petos, la resistencia al sometimiento y las dudas de la deserción. Esta
situación extrema en enfrentamiento entre hombre y toro se promueve en contadas
ocasiones y pretender ordenar una naturaleza salvaje con la épica de unos titanes
es tan paradójico como no tener en cuenta que la vara de medir no es laxa cuando
conviene.
Poner
a estos hombres en la tesitura de examinarlos en complejidad taurómaca puede
resultar cruel porque los conocedores y aficionados que saben una pizca de qué
va esto, de verdad, les exigirán hacer trasteos impecables en valentía,
conocimientos, recursos y tan alto grado de exposición que pueden parecer
sobrehumanos al resto de los sujetos. Sin embargo, las cosas son así. Hay bizarrías,
hazañas, proezas, sabidurías; pero también apariencias, ventajas, sinsabores, errores
y huidas. Castaño, Ureña y Del Álamo están anclados en un punto del escalafón que
es inamovible para la unanimidad de los hombres que pasan por ella, tan delicado
que un paso en falso les trasladaría al olvido y tan injusto que únicamente un milagro
les pondría con las altaneras figuras. Y los tres estuvieron a merced de los apuros,
por supuesto con matices.
Castaño
en un bache apreciable anduvo sin la fortaleza de otros momentos y con las
mismas inconcreciones con el estoque. El primer toro al que se enfrentó resultó
bravucón y después huidizo, con dureza descompuesta y varias coladas a lo
bruto. El matador mostró sus contradicciones pues donde pone exposición, añade carencias
para cambiar de terrenos; donde debe convencer con dominio, se pierde en
trasteos que desesperan; y donde tiene que resolver con destreza de gran profesional,
huye de la suerte tanto como de sus temores. Al final, las dudas que Castaño
pueda evidenciar como lidiador quedan apagadas definitivamente con su condición
de no matador y perdonadas por la actuación de su cuadrilla. Dicho esto, es
justo añadir que la suerte hace el resto pues no se sabe cómo puede suceder
pero si hay algún bicho de reservada categoría acaba siempre en su
jurisdicción. Como por ejemplo, el cuarto. Un tío con barba, con un potencial
físico descomunal, con la fuerza de un misil, que sin preámbulos se dirigió al
burladero alejado de su querencia, se enroscó en los prolegómenos del capote y
en cuanto vislumbró al caballista se lanzó en forma de locomotora, se empotró
en los bajos del peto, apalancó con fuerza y con riñones, hizo rosca con la pesadumbre
del jamelgo y, como un Hércules agraciado por Zeus, elevó varios pies del suelo
en sucesivas vueltas al binomio caballo y caballero para terminar arrojando a ambos
contra las tablas, retrayéndonos a excelsas epopeyas taurómacas.
O al
Olimpo griego. Un centauro protagonizó la lucha titánica entre la fuerza desmesurada
y la contención sublime porque Tito Sandoval, convertido en héroe mitológico,
no se afligió por el empuje descomunal del
toro y, aún a sabiendas, de quedar suspendido en volandas y ser lanzado al
descalabro, aplicó su inteligencia levantando la vara para así no quebrantar el
esplendor de la fiereza de un animal sagrado. Es decir, se impuso la
racionalidad a la barbarie. Quedó un tiempo muerto ante la dificultad de
levantar al caballo conmocionado y hubo de recurrir a desvestirlo, dejarle con
las vergüenzas al escarnio y al toro recuperándose, enterándose y alejándose a
las tablas. En estas circunstancias, volvieron Otero y Sánchez a la maestría para
dejar ante las imposibilidades tres pares de banderillas haciendo fácil lo que
es imposible para el resto de los humanos. De poder a poder, atrajeron a la
fiera a cuerpo limpio, acudieron a su encuentro sin estridencias, expusieron el
pecho, de frente clavaron y con la misma práctica salieron silenciosos. Por supuesto,
gloriosos. El maestro Castaño quiso de nuevo ahormar las circunstancias cuando
se hacía preciso el trasteo en la cara, la imposición del dominio, de probar
terrenos, de intentar matar sin aflicción. Castaño falló con un estoque
atravesado al que hay que sumar la agonía de un remate que no llega.
También,
otra vez, Ureña basa su fórmula en el toreo de esfuerzo y acaba por ser
arrollado por animales avispados que descubren pronto sus flaquezas. Y no se
entiende que desaproveche tanta valentía porque ante dos torazos correosos, con casta para desbancar con certeza se entregue
gratuitamente a los vaivenes de una lidia poco cimentada, a sitios perfileros, así como a manoletinas innecesarias.
Dejó algunos muletazos considerables. A cambio, terminó molido con dos puntazos
en su primera actuación que le llevaron a la enfermería y pudo ser más pues en
la última recibió otros dos atropellos. Tuvo dos toros que requerían más pericia
y, que a pesar de su valentía, no pudo superar ni en la suerte suprema.
Otra
cuestión es la de Juan del Álamo que terminó comportándose como figura cuando
aún no lo es. Las licencias taurinas que se tomó molestaron a los aficionados
que están empeñados en respetarle las condiciones que tiene el diestro para el
toreo. Cometió dos mayúsculos errores. El primero, desaprovechar la nobletona condición del único toro que
llegó aceptable a la muleta con una faena –que aunque muy inteligente en sus
principios con trincherazos fabulosos- acabó en los sitios lejanos y en
estéticas que en Madrid no cuelan. Se puso tan gallito tras un bajonazo que el
público entendido le cantó las verdades como se las cantan al lucero del alba. No
le dieron la orejita, porque no se la mereció. El segundo desliz se trató de reventar
con alevosía al segundo de su lote en vara toricida
y se da fe que lo consiguió porque los borbotones que salían del cuerpo
lacerado del gigantesco animal, colorao
y nada mojicón, provocaron un desbordamiento. Le hubiera servido para una gran
faena de muleta, y que una vez más esa ambición que tiene –según dice él mismo-
de ser figura del toreo le ha hecho creer que todos los toros son orégano. Terminó
con una estocada a toro parado. Sin destacar.
Y
hablando de figuras. Están a punto de hacer presencia. Por cierto, como ya
sabemos que no se van a poner delante de un animal con la décima parte de
cualquier toro lidiado en esta tarde de autos, y como sabemos lo que queremos,
pues es conveniente advertirles que formar parte de la comitiva de Zeus les
proporcionará manjares, pero entre Apolo y Afrodita es preferible un centauro
de las patas a la cabeza.
Plaza
de Las Ventas. Madrid, 12 de mayo.
Quinto
festejo de la Feria de San Isidro 2015.
Toros
de Pedraza de Yeltes para los diestros Javier Castaño, Paco Ureña y Juan del
Álamo.
Cuéntanos algo, Paz, de Castella y Jabatillo
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