viernes, 9 de junio de 2017

Puerta Grande de Juan del Álamo en Madrid

Cuando el toreo es verdad
Cómo discernir entre centímetros y años luz

Por Paz Domingo

Cuando se da el toreo auténtico, la verdad se impone desnuda, absoluta, rotunda, y se hace tan nuestra que llega a los pliegues propios de la razón y de la memoria para no escaparse nunca. Así sucede cuando primero se expone, luego se domina, y después se concluye en arrebato de precisión y belleza. Y es que esa razón que todo lo ordena en esta nuestra alma torera no se puede medir con un metro, ni con dos, ni con tres, aunque algunos amigos de lo excesivo estiren la milonga a placer haciendo del milímetro, hectómetro. Y ayer, además de que Juan del Álamo hizo la verdad del toreo, hubo lección de distancias porque el diestro sacó el metro, se puso a la comparación y demostró que el centímetro no es kilómetro y que la distancia entre Marte y Saturno se cuenta en años luz.

A menudo suele pasar que la pasión deje ciego al más propenso a los amores primaverales. Pero decir que el traje del rey es el más preciosista, cuando en realidad el cuerpo regio luce desnudo las vergüenzas, es mucho decir y muy poco medir la verdad. Hace unos días se han dado orejas y puertas grandes por faenas de acompañamiento y sin asomo de mando ni potestad; se han ponderado soberbios bajonazos; algunos animales, por encima de la media es cierto, han sido tratados como seres mitológicos cuando en realidad les han faltado descomunal bravura para creerlo; se han cometido tantas tropelías en la lidia que las sanciones y las multas caen en olvido alevoso; y sobre todo se ha exaltado tanto aquellas banalidades que dan ganas en un día como hoy de comprarse un megáfono y dejarlos sordos en su simpleza.

Pocos apostaban por algo antes de comenzar. Los más entusiastas suponían que Alcurrucén echaría al ruedo algún torito bueno y que quizá El Cid, en una tarde mágica sacaría el potente estilo de su mano izquierda. Sin embargo, en este espectáculo incomprensible a la razón misma pasan cosas inesperadas. Por ejemplo, ver torear en el más preciosita estilo y emocionarse con una poderosa faena de dominio. Dos faenas y dos formas opuestas en la concepción pero con una intensidad arrebatadora que se complementaron hasta el ensueño. Las dos las realizó Juan del Álamo. Por la primera, el público extasiado pidió la Puerta Grande y el presidente contuvo a la masa enloquecida concediendo un solo trofeo, llevándose de paso una de las broncas más monumentales que se recuerdan.

El toro, colorao y en el más puro tipo de su encaste Núñez- despistó con su mansedumbre en los inicios de la faena. Se dolió en el primer contacto con la puya pero se arrancó al caballo en las dos siguientes y hasta empujó en una de ellas. Esta mansedumbre que resultó ser presuntuosa se la quitó Del Álamo en la primera tanda en ayudados por bajo, en el toreo por delante, ganando terreno, ajustando a la muleta las embestidas cada vez más enceladas. A partir de aquí se sucedió la precisión en los tiempos de la faena, en la acople exacto de fuerza y movimiento, en la naturalidad de la ligazón, hasta en la verticalidad y el temple. Le faltó un poco de profundidad y de rotundidad con la espada, circunstancias que no influyeron en el público arrebatado de tanto preciosismo pero sí en la decisión del presidente que no cedió a la petición de las dos orejas.

A partir de este momento, se presumía que con poca cosa que sucediera o saliera por la puerta de chiqueros, Juan del Álamo iba a tener su Puerta Grande. Lo que nadie conjeturaba es que se iba a producir la magia, el dominio, la exactitud y el metro de medir. El manso era de libro, y no el presuntuoso mansurrón nobilísimo de la anterior faena, un pavo de alzada considerable, al que apenas se le pudo picar y que se desentendió también en banderillas. Le llamó el diestro desde los medios y allí sin contemplaciones ni probaturas le metió en los vuelos bajos de la muleta, le impuso  unos derechazos contundentes de autoridad y únicamente superados en la segunda tanda, con el animal ya en las líneas internas del tercio, con el sitio único, con los pitones a la altura del desafío, dejó Juan del Álamo la más categórica demostración de supremacía en el arte del toreo a pie y que en sí misma bien vale la Puerta Grande de Madrid y de la memoria. La entrega fue total, como también lo fue cuando se volcó en tan desafiante arboladura y aunque la espada no quedara clavada en la exactitud, todos -hasta el reservado presidente- reconocimos el poderío de este diestro, la magia de su preciosismo y la contundencia de su toreo cuerpo a cuerpo.

Así es la grandeza de este mundo de toros. Un sortilegio cuando se produce en la verdad. Un sueño que se toca. Una memoria que se acaricia de vez en cuando. Y también, aficionados y amigos en este juego loco y hermoso, hay que sacar el metro de medir y trazar la línea que discrimina los centímetros de los años luz. Por cierto, El Cid quiso evidenciar aquella mano izquierda aunque tiene primero que recordar él mismo cómo se evidencia y Joselito Adame tiene que empezar a ser otro. Lecciones han tenido de sobra. Los demás también.


Madrid. 8 de junio de 2017. Plaza de Las Ventas. Toros de Alcurrucén para El Cid, Joselito Adame y Juan del Álamo.

2 comentarios:

  1. Uf! Mira Paz que yo por la televisión vi un torero incapaz de acoplarse a la profundidad que ofrecía ese pitón izquierdo; incapaz de echar la "pata p´lante"; incapaz de escapar del toreo periférico de estos tiempos. Pero, sobre todo, incapaz de crujir a la plaza y al toro por ese pitón izquierdo. Técnico, pulcro, con un inspirado principio de faena muy muy torero y acertado; pero carente en conjunto, salvo ese principio, de profundidad. Y en el sexto me acordaba yo de la verdad de El Califa, cuando planteaba "su guerra" a los de Dolores Aguirre en tablas. Pero no, Del Álamo pajareaba con el toro, andaba por allí sin querer querer, sin poder poder. Para mí la primera faena merecía la oreja que se le concedió, y la segunda merecía una discreta ovación. En fin, esta visto que en la plaza se vio una cosa y en la TV otra.

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    1. Saludos Javier. Mil gracias por tu atención incansable.
      Cierto es que le faltó "un poco de profundidad" en eso de echar la pata p’alante y estoy de acuerdo contigo en que la oreja hubiera sido suficiente. Y la diferencia en ver la faena en la plaza bien pueda ser que la perspectiva de la televisión en estos casos es una sola. Para mí, que en esto también sé que me quedaré prácticamente sola, no está solo en “jugársela”, sino en el toreo arrebatador en el sitio, en la exposición a cuerpo limpio, en el poder de aguantar echándose el toro atrás y no a las afueras. En este caso singular hay que tener en cuenta el transcurso del tiempo en la tarde y en los ánimos. A cualquier cosita con plasticidad que hubiera realizado Juan del Álamo, la puerta grande estaba asegurada porque toda la gente allí reunida así lo quería.
      Pero la grandeza del toreo, desde mi entender, conocimiento y pasión se produjo en esa segunda tanta (de esa segunda faena) donde la pata está echá pálante, el sitio es el único incontestable, el dominio ya se realiza, el torero ya se ve relajado, el acoplamiento es total y manda la verdad. Y sobre todo, sobre todo insisto, es de justicia el reconocimiento de Juan del Álamo porque allí había un toro de potencial creíble y resistente al sometimiento. La generosidad no la puso el presidente, ni las masas enfebrecidas, ni el bochorno del calor ambiental. La generosidad fue remontar en el toreo para hacerlo excelso y en considerar medianamente bueno lo que había hecho hasta el momento para remontarlo en valentía.
      Debo ser una romántica. Claro que emocionan las tandas ligadas, el preciosismo y los adornos con gusto y a tiempo, pero pocas cosas me emborracha ese esteticismo de hoy en día porque según mi criterio la gran parte de esa plasticidad -que los demás a mi alrededor ensalzan- resulta tan afectada como pretenciosa, por supuesto carente de rotundidad porque allí, sencilla y llanamente no hay toro.
      Me alegra la evocación de El Califa y los “toracos” de Dolores Aguirre. Recordarás aquella puerta grande, dos orejas a un manso mansísimo, de hace por lo menos quince años. Te aseguro que si no llevo lista cuando voy a hacer la compra al supermercado se me olvidan ya muchas cosas. Pues bien, no me acuerdo del tomate frito para hacer pasta a la boloñesa pero veo en mi memoria con tal nitidez a aquel toraco manso que se refugiaba en tablas defensivamente, a aquel Califa que le arrancaba un par de naturales desesperados y una tanda por la derecha incontestable por inesperada, además de una estocada desprendida y un hombre escondiendo los sollozos entre la inmensa alegría.
      Así es el toreo: grande, verdadero y a ser posible justo.

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