Rampante
Algo
tiene de bueno esta última feria otoñal programada. Es corta y punto. Pasará
rápido y a otra cosa mariposa. No sé si el resto del personal que frecuenta por
pura afición los desdentados tendidos de la plaza taurina por excelencia siente
la misma complacencia por este derroche de compromiso a la baja, pero -a riesgo
de quedarme sola en la felicidad rampante- debo reconocer que no provoca mis esencias
taurómacas ni un tanto así.
No
voy a entrar en detalles ya que la ineludible programación es tan considerable en
desaliño que no merece la pena ponerse exigente y a alguien se le ocurra
señalarte con el dedo, con lo feo que es el gesto. Ya saben, hay que contribuir
al bienestar social aunque sea con una aportación mínima. Sin embargo, si me
permiten los pocos lectores que perseverantes se acercan a este soporte digital
ya desfallecido, me gustaría ponerles en aviso sobre el recurrente término
que se ha convertido en el titular de este texto.
Si
recurrimos a la biblia del vapuleado
castellano, el término rampante tiene varias designaciones y todas válidas,
según se lean. En primer lugar, hay que considerar su origen etimológico afrancesado -de rampant, que significa trepar -, linaje que le da cierto empaque
sabrosón al vocablo pues, literalmente, se
diría “del león o de otro animal cuando está en el campo del escudo de armas
con la mano abierta y las garras tendidas en ademán de agarrar o asir”. Por
extensión, y uso del lenguaje, al personaje (humano o leonino) que es un “trepador,
ambicioso sin escrúpulos”. En su última
acepción, el diccionario de la RAE asevera que también tiene una designación
desde el punto de vista de la arquitectura, “pues dicho de una construcción, en
declive, como el arco y la bóveda que tienen sus impostas oblicuas o a distinto
nivel”.
Insisto.
Perdón por la tontería, el vocablo, su toponimia, pero ¿esto no les suena a
algo toda esta metáfora lingüística? Será que ya veo demasiado. Será, será.
Porque con sinceridad veo por doquier leones rampantes con garras abiertas en
posición de soltar mandobles a la decencia y al futuro, sobreexpuestos en las
fachadas solariegas y agarrados como lapas a la piedra, asidos a su propio
desatino. Veo a los mismos leones rampantes pasando bajo el arco del declive, casi en el derrumbe, pues las robusteces aparecen sesgadas, a punto de ser tragadas
por las aguas y las corrientes que las mueven.
Veo,
veo. Pero no veo a las dichosas y preclaras figuras aleonadas -a los rampantes
taurinos por extensión- en el último rincón del desván, ni el recóndito mundo
interior de la sabiduría, ni superándose en discusiones de conocimiento para
traslucir verdad. Así pues, como la manicura es un tratamiento estético que no
se puede alargar mucho en el tiempo, pues habrá que agradecer que sea, al
menos, un enjuague de horita corta. Y a
correr. O trepar.
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