miércoles, 2 de febrero de 2011

Aquello que se va de nuestras vidas

España, alma de bar
“Pero amanece y me apetece estar juntos los dos.
Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar”.
(Gabinete Caligari)
Estos días estoy haciendo una encuesta muy particular (objetivo: los no fumadores) y sin ningún rigor científico, es más que evidente. Resulta que cuando alguien me habla de lo contento que está con la nueva ley antitabaco -que como ustedes saben no permite fumar en espacios públicos cerrados- no me resisto a preguntarle sobre sus hábitos sociales que le relacionan en estos cubículos, que si contienen humos se denominan de “mala muerte”. Pues bien, la mayoría de los asediados por este examen aseguran que utilizan los bares todos los días, y lo hacen durante diez minutos para tomar un café. Generalmente no se sientan, no charlan en la barra, no entablan conversación con el camarero al que conocen más que al conserje de la finca donde viven. Van acompañados de algún compañero del trabajo, o generalmente solos. También aseguran que les divierte el cañeo y el tapeo, pero les incomodaba tanto el humo que no les apetecía nada este motivo festivo, pues terminaba convirtiéndose en un sufrimiento. Los que están comprendidos en las edades más juveniles especifican que los lugares públicos que generalmente frecuentan son los locales de copas -tipo discotecas-, lugares en que es imposible mantener una conversación (incluso con monosílabos) por la audición infernal, como también todo el mundo sabe.
Resumiendo. Muchos de los que se pronuncian de manera tan contundente contra los malos hábitos humeantes con argumentos respetables, considerables y decisivos (como son el perjuicio para la salud que les ocasiona el humo del tabaco, aunque sea de manera pasiva) no saben lo que es una tertulia con amigos del barrio amparados en el garito de la esquina, ni de una partida de cartas en el bareto del pueblo, no son adictos al tapeo parsimonioso de diario, ni a enlazar el aperitivo con la sobremesa, ni añoran las estéticas abigarradas pletóricas de objetos tan peculiares que constituyen tratados recreativos, ni el piti, ni “el calor del amor en un bar”. Vamos, que no van al bar. Van, de vez en cuando a estos establecimientos tan guapos que están proliferando. Nacidos de clónicas franquicias, asépticos, de líneas únicas, de diseño, de metacrilato, de cuenta abultada, de calidad oculta, porque así son los nuevos garitos (aunque también los hay buenos, por supuesto).
Es que hay bares y bares. Y dentro de poco ya no habrá bares como los de antes. Una servidora es una nostálgica de estos reductos de una época que ya está olvidada. ¿No les pasa lo mismo? Entiendo que no. Que no les pasa a la mayoría de amantes del ocio en espacios ajenos. Les tengo que confesar mi debilidad, una de muchas, me voy dando cuenta. Cuando traspaso el umbral de su pórtico sacrosanto lo único que me incomoda es el sonido aberrante de la televisión porque me distrae en la atención que requiere el detalle. Siento nostalgia de estos lugares que se van, se su opulencia en forma de tapas con texturas apelmazadas, de sus tactos grasientos, de su terrazo moteado, de sus barras sintéticas, de su mezclado oxígeno, de su humo reconcentrado, de la puerta del baño que no abre, de la decoración indescriptible, de la estética particular, del colmo generoso, de platillos blancos nunca impolutos, de sus enredosos trasiegos entre mesas abarrotadas, del culo que se pega, de las servilletas de papel imposible asomadas con frágiles dobleces y de su destrucción final revueltas en el suelo entre amasijos de desechos. Allí me gustaba estar. En el griterío que arregla el mundo, de miles de charlas que calentaban el alma, de lo bien que huele el aire cuando lo abandonas, de su olor que se queda dentro. Una nostálgica. Ya ven.
No son lo mismo los bares de campaña que sus sustitutos. Yo lo creo así. Lo que sucede es que los bares de siempre, los del pueblo de toda la vida, los del barrio de la esquina, van despachándose a ritmo de imponderables que ya no se pueden superar. Esta ley contra el tabaquismo bien puede ser la puntilla a estos excéntricos escenarios porque muchos se mantenían a duras penas por clientes que pasaban largos instantes del día acogidos en su seno, fumando, manoseando el periódico, reconcentrados en sus pensamientos y vaguedades, en sus tiempos detenidos. Muchos de los estos bares morirán. Se disiparán de nuestra memoria, de nuestro tiempo pasado, del calorcito nacional. Se esfuman de nuestras vidas, sin más.
No me valen las comparaciones con otros países, ni las aplicaciones de leyes más o menos restrictivas, incluso de las similitudes con Irlanda. Me explico. Este país ha aplicado una ley antitabaco –tan restrictiva como la ley española- desde marzo de 2004 y según algunas cifras -no contrastadas lo suficiente- parece que la medida ha provocado el cierre del 11% de los locales llamados pubs o similares (según la empresa consultora Corporate Responsability Consulting). Pero, hay que comparar otros datos. El número de bares en España se acerca a los 350.000 establecimientos, uno por cada 130 habitantes aproximadamente y sitúa a España como primer país europeo (el segundo sería Chipre) en número de locales por habitante. Además, el 60,3% de los 8.110 municipios españoles tiene menos de 1.000 habitantes y esto podría explicar que Asturias es la comunidad con más fondas por metro cuadrado. En Irlanda gustan también de los bares, es cierto, pero no alcanzan nuestra idiosincrasia, no tocan este carácter muy nuestro que gusta de la vida en la calle. Los datos irlandeses también son considerables pues disponen de un establecimiento por cada 432 habitantes (10.300 locales por casi 4 millones y medio de irlandeses).
Decía pues, que esto que pasa y que ha pasado en España, solamente pasaría aquí. Al amparo de su calor, su brío, sus fiestas en la calle, su generosidad sureña, su estética folclórica, su vino, su mesa, su temperamental genio, su arte divino, su humano paso, su altiva autosuficiencia, su candidez y su arrebatador yo. Aquí seguiremos en los bares, aunque sea sin humo. Es verdad. Daremos gloria a esta España de alma de bar. Como debe ser. Aunque ya no sea lo mismo al doblar la esquina. Aunque este alma se haya quedado muy pequeña.

1 comentario:

  1. Quieren que seamos como los suecos, pero nadie explica que este social-pais tiene el record de suicidios de la unión europea. Aquí por lo menos se podia bajar uno al bar a reñir con el camarero y así se le pasaban los instintos suicidas.

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