jueves, 19 de junio de 2014

Los toros y la Corona, por ejemplo









Los Príncipes de Asturias en la corrida de Beneficencia de 2009. Fotografía de Bernardo Pérez.

Fiestas regias de ayer y hoy
Puntos de encuentros para un rey coronado; un príncipe destronado y un espectáculo relevado

El día de hoy, 19 de junio de 2014, será un momento histórico porque el acontecimiento de la coronación de Felipe VI como Rey de España lo requiere y porque de paso se elevará sobre aquellos otros sucesos que se han cruzado en el camino. Si se de eventos taurinos se trata, cabe certificar dos cosas. Uno; que los fastos regios de proclamaciones y coronaciones -en definitiva las “fiestas reales” como las explicó a sus ingleses compatriotas el hispanista Richard Ford en su viaje por la España isabelina y borbónica – son conmemoraciones ahora contenidas  y, por supuesto, por primera y explícitamente sin reminiscencias toreras para fabulosos fastos “del trono y del altar”. Dos; que el príncipe del toreo, soberano proclamado por la masa codiciosa de emoción y misterio, juzgado representante dominante, aclamado como redentor de las miserias taurómacas, el príncipe sucesor de antiguas tauromaquias, el soberano José Tomás ha quedado escondido bajo los inciensos de su abultada fama y ante el advenimiento de su torero en tierras granadinas, y quién sabe si destronado de la gloria que le mantuvo férreo como caballero andante en la siniestra ínsula Barataria.

Se ha perdido una gran oportunidad de revestir dos "hechos históricos” de la pompa esplendorosa que da el Corpus en uno de los tres jueves más relucientes de todos aquellos que se puedan buscar en un calendario ahora diseñado para no ofender. No habrá retos de caballeros en la plaza engalanada. No se darán toros a mayor gloria soberana. No se ha permitido que el populacho se recree en ritos sanguinarios. Y posiblemente por primera vez, en un momento único en garantías políticas, legales y constitucionales dentro de la historia de este apasionado país, en los tronos y en la fiesta ancestral, no se contará con una corrida para echarse a la boca mientras la corona cae pesada sobre unos hombros que contrapesan legados y modernidades. La fiesta de ayer y hoy es una sola, como hace más de siglo y medio lo percibiera Richard Ford con ese escepticismo que por igual vapuleaba el barbarismo y admiraba su singularidad, aunque fuera cínicamente. Este viajero suspicaz, bien educado en las formas más exquisitas, ya intuyó que ambas fórmulas atávicas y hereditarias, cetros y toros, que igual destruyen banderas como levantan exaltaciones, “están condenadas a morir juntas”. Ni a la primera la salvarán las contenciones, ni a la otra las revoleras de salón.

“La expulsión de los moros y la consiguiente disminución de los hábitos caballerescos, hizo que estos torneos cayeran en desuso. A la gentil Isabel I le disgusto tanto la fiesta de los toros que vio en Medina del Campo, que hizo todo lo posible por prohibirlas; pero fueron inútiles sus esfuerzos, porque la fiesta y la monarquía estaban condenadas a morir juntas”.

Las cosas de España, Richard Ford. Ediciones Turner, 1988, Madrid.

Hoy, en este día histórico, no hay sitio para pan y toros. Nada se sabe de héroes, epopeyas y fracasos futboleros. Ni una palabra para ruedos lejanos que en cualquier otro momento hubieran abierto telediarios y cerrado viejas Españas. Nada de José Tomás, de sus extraños fantasmas, de sus vastos imperios porque en este día se nos antojan lejanas las viejas glorias que inflamaron ardores. Poco ruido se oye fuera de la Corte, más allá de las estridencias de los cortesanos, de congestionados besamanos. Tampoco suenan desde hace semanas los clarines que anuncian los sucesos toreros en la bella Granada más allá de las ofertas culturales de las multinacionales del turisteo. Todo parece escondido. Quizá, trastocado. Incluso, sujetado a propósito para no morir de éxito, que no de cornada. Parece sin más que José Tomás I, elegido sucesor plebeyamente al trono de la fiesta de España también tiene ya su particular ceremonia de remplazo en los exaltados ánimos de sus súbditos, del mismo modo que el soberano instauró un reinado privado hace tiempo -en el que rigió plácidamente- y que ahora es tornadizo por un relevo generacional.

Todo es cambiante. Todo se vuelve rápido. Todo se desea moderno. Todo se confunde entre sonoras abdicaciones y sucesiones que hacen escribir la historia al antojo del que más litiga. Pero, no nos confundamos. Richard Ford no lo hizo, por ejemplo. Y si dos eran dos y un solo Dios verdadero, así es esta España con sus toros y sus reyes, con sus fastos y sus requiebros en privado, con sus capotes y sus báculos. Para quién crea en un rey: ¡Dios salve al Rey! Para quien crea en los toros: ¡Dios salve la fiesta! Para quien sea mortal: ¡Dios nos salve a todos!

Es una idea vulgar, y muy equivocada, que en España hay tantas corridas de toros como bandidos; es precisamente lo contrario, porque puede decirse que son consideradas como el placer estético más refinado, una cosa semejante a la ópera italiana en Inglaterra, y ambos son espectáculos bastante caros; (…) Por esta causa las corridas ocurren, como las apariciones celestiales, pocas veces y muy separadas; se reservan para las fiestas principales del trono y del altar, para la verdadera devoción de los fieles en los días de los santos patronos y de la Virgen, y también de los acontecimientos de la Corte, como bodas de los reyes, coronación, etc. (…)

Las cosas de España, Richard Ford. Ediciones Turner, 1988, Madrid.


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